03/11/12 | Informes
BENITO QUINQUELLA MARTIN
EL ORDENANZA DE ADUANA
―Vestite rápido, que tenés que venir conmigo al puerto‖. Con esa invitación, Don Manuel Chinchella, padre adoptivo de Benito, lo despertó una frÃa mañana de invierno del año 1905. Hasta ese momento, la única actividad del joven, que en ese entonces contaba con quince años de edad, consistÃa en pasar el tiempo dibujando sus primeros garabatos en el muelle o en las calles de La Boca. Sin embargo, esa mañana llegarÃan varios barcos al puerto de La Boca, que era el mercado de carbón de la ciudad, y su padre lo necesitaba para que lo ayude en la descarga.
Desde ese dÃa, las horas de Benito Chinchella comenzaron a repartirse entre la descarga del carbón y el reparto a la clientela.
Pero su ingreso al ambiente obrero, donde el trabajo comenzaba a las siete de la mañana y se extendÃa hasta las primeras horas de la noche, le impedÃa dedicarle atención a su única pasión: dibujar los barcos atracados en los muelles y todo el entorno de la actividad portuaria. AsÃ, sus escapadas de la carbonera para irse a pintar comenzaron a ser inevitables, alternando su vida entre el trabajo y la pintura en el muelle o en la Isla Maciel.
Mientras su madre adoptiva lo apoyaba incondicionalmente, su padre no miraba con buenos ojos ―eso de ser pintor‖, y no querÃa que desatendiera sus obligaciones. Las grandes disidencias que esto trajo aparejado provocaron que Benito un dÃa resolviera abandonar su casa y la carbonera. De ese modo, dedicarÃa todo su tiempo a la pintura. Desde entonces, comenzó a llevar una vida casi vagabunda, recorriendo el puerto y la isla Maciel con su papel y carbonilla. La galleta marinera y el mate amargo se habÃan convertido en su único sustento diario. Cuando faltaba el alimento, volvÃa al puerto a descargar carbón y con el producto de ello podÃa subsistir algún tiempo más.
Muchos años después, en una entrevista para la revista ―Aquà está‖, edición del 23 de septiembre de 1948, el mismo Benito Chinchella, ya como el prestigioso artista conocido como Benito Quinquela MartÃn, relató cómo continuó esa historia:
- Varios meses anduve en esa vida de aventura, “sin familia y sin hogarâ€. Hasta que me cansé de ella y decidà volver a casa. Lo hice por la vieja. Ella me necesitaba a mà y yo la necesitaba a ella. Por otra parte, mis disidencias con el viejo nunca eran definitivas. Siempre estábamos los dos dispuestos a reconciliarnos. Esta vez me puso una condición que, en realidad, era un consejo:
- Si no te gusta el carbón ni el puerto, búscate un empleo del gobierno. Asà tendrás tiempo de sobra para pintar..., me aconsejó paternalmente.
Como la idea me pareció buena, resolvà ponerla en práctica. ¿Pero qué empleo podÃa desempeñar yo?. Sin embargo, no me faltó alguna recomendación influyente y conseguà entrar de ordenanza en la Oficina de Muestras y Encomiendas de la Aduana, en la Dársena Sur.
Mi principal misión era cebar mate al jefe de la oficina, que se llamaba Cervino. Después se fue Cervino y vino otro jefe, el señor Puch, que a pesar de su apellido catalán también era un buen matero. Y yo era el encargado de cebarle los mates a Puch, naturalmente. Claro que, de paso, también cebaba algunos para mÃ. La caridad bien entendida empieza por casa. Además limpiaba los vidrios de la ventana y hacÃa la limpieza general de la oficina. Una hora diaria de escoba, gamuza y plumero.
Por la tarde realizaba una tarea de mayor responsabilidad. TenÃa que llevar el dinero recaudado en el dÃa a la oficina central de la Aduana. Lo mismo podÃan ser dos mil que veinte mil pesos. A veces llevaba también cajones llenos de libras esterlinas y otras monedas de oro. TenÃa que entregarlos en la Aduana o en algún banco. Yo metÃa el cajón en un coche de caballo, y cuando llegaba al punto de destino, avisaba al empleado para que se hiciera cargo del oro. No me asaltaron nunca, de milagro. O acaso porque los asaltantes me conocÃan y estaban dispuestos a protegerme. Pero un dÃa me asusté. Llevaba en el coche un cargamento de oro que importaba como cien mil pesos. En el viaje me puse a echar cuentas. Yo ganaba setenta pesos por mes.
Si me asaltaban y me quitaban el oro, hubiera necesitado más de cien años de ordenanza de la aduana para pagar mi deuda al Estado. Evidentemente, no me convenÃa un empleo con tan poco sueldo para afrontar tanto riesgo. Y al dÃa siguiente presente mi renuncia de empleado público con carácter indeclinable.
No era yo hombre para pasarme la vida cebando mates y transportando cajones de libras esterlinas. PreferÃa volver a la carbonerÃa, al puerto y aunque fuera a la isla Maciel...
Según otras fuentes bibliográficas, Quinquela MartÃn habrÃa ingresado en la Aduana a los veintidós años de edad, permaneciendo en la Institución solamente un año. Lamentablemente, en el organismo no obran antecedentes sobre su incorporación. En aquella época los legajos personales no habÃan sido aun instrumentados; los datos de los empleados se consignaban en fichas que eran destruidas algunos años después de la baja de los agentes.
Si bien no contamos con antecedentes precisos que documenten en qué perÃodo Quinquela MartÃn tuvo su paso por la Aduana, podrÃa presumirse que, de acuerdo a los hechos cronológicos relatados, su ingreso se habrÃa producido alrededor del año 1912.
En la amplia biografÃa que se ha escrito sobre el artista, poco se menciona sobre este aspecto de su vida. Algunos de sus biógrafos han recogido el relato publicado en aquella entrevista, pero no aportan mucha más información al respecto.
Seguramente, para la historia de nuestra institución, Benito Chinchella fue simplemente un empleado más, como tantos otros.
Sin duda alguna, para Cervino y Puch, ―mosquito‖ no fue más que aquel ordenanza que, cuando no cebaba mate, limpiaba, o transportaba la recaudación, se entretenÃa dibujando en la ribera de La Boca o en la isla Maciel. Es más que probable que alguno de esos dibujos haya quedado alguna vez confundido entre expedientes y documentos de aquella vieja oficina de la Dársena Sur, y terminado finalmente en el cesto de los papeles. Hoy, casi un siglo después, nos sentirÃamos afortunados si contáramos aunque sea con algún vestigio de aquellos ―garabatos‖.
Nada queda que recuerde su paso por nuestra casa, más que el propio testimonio que él mismo nos dejó; y que, indudablemente, ha de resultar para muchos de nosotros una curiosa y grata novedad.
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